Cuidado con lo que pides

“Enfermo que come y mea, que el diablo se lo crea.” Me dijo que Sr. Iturbide, “Así decía mi abuela”. Agustín Iturbide fue hospitalizado con un diagnosis de dolor abdominal y nausea intratable, y tenía un historial extenso de comorbilidades que no ayudaban su caso.

Agustín era un hombre de baja estatura y complexión delgada, pero con un abdomen evidentemente distendido, parte de la razón por la que había sido hospitalizado. Tenía algunos 50 años de edad, pero fácilmente aparentaba diez o quince más que eso. Cuando lo conocí, el día que cuide de él, su plan de cuidado involucraba practicarle una paracentesis, lo que significa drenar fluido acumulado en el abdomen por medio de una aguja, lo cual le estaba causando dolor, y hemodiálisis cada día para deshacerse del fluido excesivo en su cuerpo.

La paracentesis alivio el dolor del Sr. Iturbide, pero solo temporalmente. El dolor y las náuseas regresaron el día siguiente, a pesar de medicamentos y reposicionarse en la silla, pararse, y caminar alrededor de la unidad; nada parecía ayudarle, era miserable. Intentaba permanecer en su cuarto y entablar conversación para distraerlo de su dolor, pero eso solo ayudaba un poco. Durante las conversaciones que sostuvimos, descubrí el humor sarcástico del Sr. Iturbide. Cuando salía del baño, repitió un viejo dicho que tenía su abuela, que decía si una persona enferma puede comer y orinar, entonces no hay nada enfermo en esa persona. Sin embargo, considero que su situación actual estaba exenta de la opinión de su abuela. A menudo, el Sr. Iturbide me haría reír con algún chiste que decía, pero rara vez sonreía el mismo.

Después de varios días de descanso, regresé al trabajo y, aunque el Sr. Iturbide no era mi paciente ese día, pasé a su cuarto a visitarlo. Solo habían pasado unos cuantos días, pero el hombre delgado que había conocido estaba ahora notablemente desnutrido y excesivamente bajo de peso. Sus brazos aparentaban más delgados por la pulsante fistula en su bíceps izquierdo para la diálisis. Tenía una sonda nasogástrica conectada a succión, una incisión quirúrgica en el abdomen, y estaba recostado en cama con los ojos cerrados. No se veía nada bien, de hecho se veía peor desde la última vez. Abrió sus ojos, me estrecho la mano, y comenzamos a platicar. A pesar de que el Sr. Iturbide parecía estar en peor estado que antes, me explico que ya no sentía dolor, tampoco tenía nauseas, y por esa razón, no le importaba tener sondas y tubos conectados a él; por fin podía descansar un poco. 

Más tarde, me contó una historia de su propia experiencia. Hace un par de años, en México, tuvo una ruptura de una ulcera gástrica y fue llevado a un hospital cercano. “¡Peor que una cárcel!” Me aseguró mientras comenzaba a comparar aquel hospital con el que actualmente se encontraba. Continuó, con una voz suave, limitada por la sonda nasogástrica y una garganta adolorida, “los cuartos solo eran paredes con puertas que no funcionaban y estaban por caerse. No había un reloj en el cuarto, no había televisión, guantes, desinfectante de manos, ni baño. Si quería un pañuelo o agua, la familia debía traerlo de casa.” Personalmente he sido voluntario en hospitales y salas de emergencia en México y he visto lo escaso que pueden ser los recursos, pero ¿falta de baño y guantes? Tal vez lo habían llevado a una pequeña clínica en una zona de bajos recursos, o dada la agudeza de su enfermedad en aquel momento no notó los baños y otros detalles, como guantes. No estoy seguro. Acerca de la falta de televisión, las puertas derruidas, y la sensación de estar en una prisión, no tengo la menor duda.

“Solía salirme de los hospitales con alta voluntaria, en contra del consejo del médico,” siguió, en cuyo momento me pregunté en cuantos hospitales había estado el Sr. Iturbide si me estaba diciendo “solía salirme de los hospitales…” “Pero, ¿para qué?  Si regresaba al día siguiente en peor condición. Ahora, solo me comporto y me quedo; me callo la boca” dijo. Cuando el Sr. Iturbide estaba en aquel hospital en México, lo tenían comiendo un pequeño vaso de gelatina tres veces al día, y las horas entre cada comida eran “eternas”, como lo describió el, y deseaba tener más que comer en esos momentos. En contraste, hace dos semanas, cuando tenía dolor abdominal, náuseas y vómito, “no podía desayunar porque lo vomitaba, y después el almuerzo llegaba pronto, y, poco después, la cena, pero no podía comer. Así es que hay que tener cuidado con lo que uno pide.” Me advirtió. Aunque no creo que esa declaración fuera justa para su situación actual, la advertencia en si ha sido repetida una y otra vez, y estoy seguro que existe alguna variación de ella en cada cultura.

No es con cada paciente del que cuido que tengo conversaciones como esta. En ocasiones, es una relación sencilla de enfermero-paciente, con un mínimo de dialogo más allá del necesario. Sin embargo, a veces, el paciente se siente lo suficientemente confortable conmigo para compartir sus historias y sentimientos, así como yo con ellos.

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